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Contaminada por diversas sustancias y distribuida desigualmente en razón de la clase y la raza, el agua, además, empieza a ser escasa en Estados Unidos.
– climatica.lamarea.com
Abrir el grifo y que salga agua potable es un gesto cotidiano para mucha gente. Por lo general, no nos paramos a pensar de dónde viene ni cuestionamos su calidad porque lo consideramos un derecho adquirido que se ha integrado en nuestras rutinas. De hecho, desde el año 2010, las Naciones Unidas reconocen el derecho universal al agua y al saneamiento, no sólo para beber, sino también para cubrir necesidades básicas como cocinar y cuidar la higiene personal. En plena pandemia, muchos se han dado cuenta de la importancia de ese bien tan preciado, imprescindible a la hora de cumplir las medidas de protección frente a la COVID-19. No obstante, en Estados Unidos, se calcula que casi un 10% de la población, unos 30 millones de personas, no tiene acceso a agua que cumpla los estándares básicos que la hacen apta para la salud, según la Agencia de Protección Medioambiental (EPA, en sus siglas en inglés). Desde Nueva York a West Virginia, pasando por Baltimore, Maryland o Puerto Rico, multitud de ciudadanos beben agua insalubre por distintas razones. Una de ellas es la existencia de una infraestructura ineficiente y anticuada formada por kilómetros de tuberías de plomo altamente contaminantes, un problema que afecta a 10 millones de hogares y que está incluido en la agenda de Biden anunciada el pasado mayo. El presidente se ha comprometido a reemplazarlas si el Congreso aprueba su multimillonario plan de empleo. Más allá, la contaminación por uranio, arsénico o mercurio se da en zonas donde la minería o la extracción de gas han sido tradicionalmente las industrias dominantes. En ocasiones, la contaminación obedece a la alta presencia de las sustancias perfluoroalquiladas o PFAs, también llamados “forever chemicals” porque no se descomponen fácilmente. Estos compuestos químicos se utilizan en la fabricación de superficies antiadherentes (teflón), envases de comida rápida, productos de limpieza, tejidos resistentes al agua y cosméticos, y varios estudios han concluido que la exposición continuada a ellos puede conllevar efectos nocivos para la salud como el aumento del colesterol, un mayor riesgo de cáncer de hígado y testículos, así como daños en el sistema inmune y en el desarrollo de los nonatos. Aun así, la presencia de PFAs no está incluida en las mediciones de la calidad del agua y la EPA sólo ha publicado algunas recomendaciones generales que no son de obligado cumplimiento. Sí lo son, en teoría, las directrices que controlan su potabilidad; sin embargo, con un servicio completamente privatizado, de cuya gestión se encargan los estados y municipios, resulta prácticamente imposible asegurar que cada localidad cumpla con los estándares apropiados.
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